viernes, 8 de mayo de 2015

Opiniones impopulares

Vivimos en una época en la que la frontera entre lo aceptado como común y lo humanamente ilógico es, para desgracia de las minorías sociales, claramente imperceptible. Lo que hace días se asumía como natural se ha relevado a un segundo plano, condenado a que se tilde de tradicionalista aquello que hace meses las masas reclamaban con los puños en alto.
Sin embargo, ante la creciente oleada de pensamientos contracorrientes parece haberse desarrollado una forma de pensar tolerante y respetuosa para con la población, cual sea su condición, siempre y cuando el ciudadano en cuestión tenga limpias sus cuentas y ligero el bolsillo. Considero auténticos cínicos, y no de la talla de Diógenes precisamente, a los que apoyan su condición en esta vana esperanza relegada a espejismo.
Es por esto que me sigue pareciendo ilógico que a aquél que libremente decide nacer (sigh) en el seno de una familia numerosa se le tache de retrógrado, inconsciente y animal; pero esto es normal en un país en el que se acoge como una desgracia la llegada de un niño al mundo.
Resulta aterrador que a una madre se le invite a cruzar la puerta estrecha de su empleo por haber cometido el pecado de tener un tercer embarazo; pero no extraña tanto de un sistema que, al día siguiente de reivindicar la libertad de pensamiento y la igualdad de género, condena a una pareja de más de tres hijos a la mirada acusadora de sus vecinos con comentarios relativos a la multiplicación de los conejos realizados en cadenas de la televisión pública.
Me da auténtico pavor que un centro educativo de un Estado democrático niegue a un alumno la opción de promocionar porque sus padres han decidido educarle según su modelo y no según el del ministro de educación, pero esto es algo perfectamente lógico en una nación cuyo único interés parece ser sacarle hasta el último céntimo al ciudadano de a pie, a costa de negar la libertad de pensamiento recogida en nuestra Constitución.
Diría que va en contra de la evolución del hoy tan aclamado 'género humano' que a un menor de edad, en un establecimiento en el que pasa cerca de mil horas al año, se le recrimine públicamente el número de miembros que comen en su mesa los domingos a mediodía y se le humille con comparaciones hasta hace no tanto intolerables y ahora asimiladas como posibles. En un país en el que no es habitual que esta familia tome cartas en el asunto y se le de una mera y más merecida disculpa del atacante, ha llegado a resultar lógico que un demandante obtenga el favor de abogado, jurado y juez por haberse quejado de que el centro de estudio de sus hijos permite que determinados (y escasos) alumnos estudien los valores que sus padres han decidido inculcarles, independientemente de que estas enseñanzas sean voluntarias y se realicen apartadas del resto de los alumnos, que libremente han decidido renunciar a ellas. Lógico, y digno de aplauso.
Tantos ejemplos al alcance de mi mirada y sigue resultándome paradójico que a dos alumnos cualquiera, por no haber estado dispuestos a poner dinero para una oferta totalmente voluntaria como lo es la orla de una graduación, se les clasifique de 'caraduras'. No acepto que se les humille públicamente, delante de alumnos y otros profesores, por haber decidido optar por el camino que previamente les habían aconsejado sus compañeros (y algún que otro profesor) y solicitar aparecer en la orla a pesar de no llevársela consigo. No obstante, hoy mismo tras un duro razonamiento lo he llegado a asimilar como algo normal, al haber escuchado a una mujer adulta y titulada tildar de infantil, indigno y mal redactado un diálogo en el que se exponen en clave de humor las características de los cursos y del centro en el que un servidor ha tenido la fortuna o la desgracia de estudiar los últimos seis años. Un discurso redactado lo más objetivamente posible, con un estilo muy informal, lo confieso; pero desearía ver el papel en el que se recoge la norma de que un discurso de graduación, sin tener en cuenta que hablamos de una graduación de bachillerato (que no de la universidad, no una graduación propiamente dicha, sino una costumbre acogida no hace tantos años con fines claramente comerciales, y no tiraré más de esa cuerda...) de un instituto público (una ceremonia informal, una graduación que no dista de los certámenes o charlas que en él se realizan durante el resto del año, quizá con la única diferencia de que los alumnos visten de etiqueta en lugar del chándal habitual) y, con perdón de los que en él laboran, de la peor calidad. Es por esto que no me parecía lógico realizar una composición en clave culta que recogiese lo que un discurso habitual suele mostrar al público, sino, sin dejar de mostrar el contenido que se reclama de todo escrito en una situación así, estilizarlo de un modo que resultase más concorde con el entorno. Tratar en un tono gracioso (que no cómico) las anécdotas más destacables de los últimos años, de los profesores, alumnos, instalaciones, excursiones y demás factores relacionados con el centro.
Y así se hizo, tras haber sido votados (todo lo democráticamente que permite un aula de bachillerato) aquellos que debían salir a exponerlo en la ceremonia, y acordar el primero de estos con su compañera que, para agilizar el proceso, él se ocuparía personalmente de la redacción de las ideas que expusiera toda la clase, dejando que antes de mostrarlo al profesorado lo analizaran juntos en busca de fallos de redacción o detalles que no procedieran. No fue este el caso. 'Me encanta' fueron las palabras concretas. Al día siguiente de esta declaración alegó un par de reclamaciones, y el escritor no tuvo reparo en asegurar que cambiaría esos detalles en cuanto tuviera ocasión. Mas la (por razones que escapan a mi comprensión) elegida como encargada de determinar la calidad del discurso, aunque inicialmente no tuvo queja, debió de encontrar diversas pegas en el escrito que no sólo no le convencieron, sino que le impulsaron a hacer partícipe de su opinión a medio instituto antes de comunicárselo al que lo había redactado. Digo más, en el momento en el que estoy escribiendo estas palabras aún no ha tenido el tiempo, oportunidad o (me decanto por esta última) decencia de decírselo en persona, aun teniendo en cuenta la escasa dimensión del susodicho centro educativo en el que nos encontramos.
Mal redactado, alega. Enséñeme pues las faltas de ortografía, los errores gramaticales, la mala construcción sintáctica de las oraciones. ¿No es eso? Entonces debe referirse a la falta de contenido. Aunque que yo recuerde se habla específicamente del camino que hemos seguido para llegar hasta aquí, de los alumnos, de los profesores, del último curso, de las actividades realizadas por el centro, de las experiencias vividas y por vivir, y del tramo que en escasos días, si Dios (o quienes ustedes prefieran, oigan, que este es mi blog) quiere, empezaremos. ¿Tampoco? ¿Será, pues, el reconocimiento de la labor del centro? ¿Faltó dedicarle unas palabras a todos los que han hecho posible nuestro trayecto académico? Miopía, migrañas, vértigos, dermatitis atópica y escoliosis moderada. Padezco todas ellas actualmente, y como ven, amnesia no está entre las enfermedades diagnosticadas.
¿A qué se debe la queja entonces, si no es a alguno de los factores desmentidos?
Dos opciones me caben en la cabeza: una, que la puesta en práctica de este romper moldes haya sido un fenómeno lo suficientemente innovador como para descolocar la mente del sujeto, en cuyo caso me congratularé, henchido de orgullo. No hay mayor honor para un literato (o en su defecto, 'proyecto de') que el hecho de que su manera de redactar, aun siendo reconocida por expertos en la materia y lectores experimentados como aceptable, no sea aceptada por el (en el sentido arcaico y no-peyorativo de la palabra) populacho del mundo de las letras. El rechazo inicial está implícito en la biografía de los más grandes redactores, y es defendida por muchos como preludio al éxito. Por lo que, en este hipotético primer caso, ¡gracias!
Por desgracia para mi estima hacia el centro y sus administraciones (y sus criterios a la hora de seleccionarlos), he de decantarme por una segunda opción, que según lo expuesto anteriormente, me parece lo más lógico en esta situación: la verdad duele. En el discurso se incluían un par de 'chistecillos' sobre las instalaciones del centro, sin hacer ninguna alusión directa a su precariedad. Insisto, eran dos momentos puntuales en los que evocábamos anécdotas que hemos vivido a raíz de estas instalaciones, nada fuera de contexto, y por supuesto enlazado con el resto del discurso, con sus partes coloquiales cercanas al público y sus momentos solemnes en los que traté de hacer alarde de nuestra condición de estudiantes de letras, con citas a los clásicos, oraciones más complejas y un registro algo más culto. Una de dos: el que los padres descubran (muchos con seis años de experiencia) que el centro no es ningún patrimonio cultural ni goza de una fama demasiado buena en la localidad les parece peligroso; o bien la refinería ha evolucionado hasta el punto de censurar la palabra 'váter'.
Por qué escribo esto. La sensación de llegar un viernes a la hora habitual al aula de cada día y escuchar a los compañeros murmurar por lo bajo durante la clase, hasta que uno de ellos se aventura a decir que el discurso no ha sido del agrado de la profesora que no hace 48 horas que lo había ojeado sin poner pega alguna, y de que la hora siguiente llegue el rumor de que ha hecho alarde en la clase de al lado, la clase de ciencias, de que los alumnos de humanidades han redactado un discurso indigno para su condición de 'gente de letras', que es completamente infantil, que no es correcta su redacción. Y no se queda ahí la cosa: la compañera que en un primer momento había leído de cabo a rabo el discurso (insisto, 'me encanta' fueron las palabras), que no ojeado como la susodicha 'censora' establecida por la administración del centro, de pronto cambia de parecer. "No es buena idea que presentemos ese discurso." "No es buena idea que leas ese discurso."
Quizás me esté excediendo en mi exposición, pero quisiera expresar por una vez mi opinión argumentada del asunto. Como ciertos compañeros se esfuerzan en recordarme día a día, no soy un alumno muy acostumbrado a permanecer callado en clase; pero ello no es impedimento para que no haya expresado mi opinión personal sobre lo que en ese instituto se toma como lógico, común, y hasta habitual. Criticar a un alumno por sus creencias. Dejar que se insulte a una familia por su condición. Humillar a un alumno porque su opinión sea distinta a la del resto. Tratar de dejar claro al resto de la clase que este alumno se equivoca al pensar diferente. Permitir que el acoso escolar, siempre que no llegue al abuso físico, se desarrolle con total normalidad en la clase, con la (inválida) excusa de que los agresores no tienen consciencia de que lo que estén haciendo sea acoso, ergo no son del todo culpables. Llamar 'caradura' a dos chicos por no haber pagado 15€ por un pedazo de papel, de recuerdo de los felices años en el instituto. Que una profesora insulte a unos alumnos menores de edad por no haber querido recibir la orla del instituto pero haber preguntado por la posibilidad de aparecer en ella por petición de sus compañeros y consejo de su tutora, alegando falta de compañerismo.
Tengo por costumbre obedecer a muy poca gente, especialmente cuando se trata de órdenes directas como lo es que me manden callar. Sólo Dios, mis padres o mis tutores tienen potestad para ello. Nadie más.
Este es mi veredicto: podéis ir buscando un sustituto para la lectura del discurso el próximo día 29, y tenéis mi permiso, recomendación y exigencia para prender fuego al discurso que un servidor se ha molestado en redactar, sin haber estado en ningún momento obligado a ello. No subiré a ese escenario mientras no se me permita hablar con libertad, y aceptaré correcciones siempre que estén correctamente justificadas por el personal adecuado. Hasta entonces, mis felicitaciones por el reciente sondeo según el cual sólo 7 de los 25 alumnos de Humanidades y Ciencias Sociales prevén acudir a la convocatoria de selectividad en Junio, ¡bravo, lo están ustedes haciendo genial! Échenle la culpa a los videojuegos, como hicieron con la desgracia de Barcelona del mes pasado, ¿o esta vez no hay descripciones de perfiles de Facebook que sostengan sus alegaciones?
Nadie me llama 'caradura' por el tamaño de mi bolsillo y después me manda callar. Nadie.

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