miércoles, 5 de diciembre de 2018

Cachorros guardianes

No sé si este será el título más apropiado para una serie de libros infantiles, pero de seguro tendrá mejor acogida que el ya sobrecargado "La Caja de San Patricio", blanco de burlas y comentarios ridículos en las cenas navideñas desde que comentara por primera vez dicho objeto mitológico más de una década atrás... Durante este tiempo, la historia del libro que empezase a escribir allá por unos dichosos once años ha experimentado una serie de cambios internos y ajenos a mi persona que ha terminado por difuminar la ya confusa silueta de lo que yo aspiraba a que fuera mi primer trabajo. ¿Realmente escribí una novela? ¿Llegó a interesarse alguna editorial? ¿Era de tan mala calidad que se negaron a aceptar su publicación una vez detrás de otra? ¿En qué punto nos encontramos ahora que parezco haber renunciado al proyecto de una vez para siempre?

No diré que tenga respuesta para todas esas (y más) preguntas que me acosan desde hace varios años, pero puedo tratar de arrojar algo de luz sobre un tema que empieza a acumular telarañas en mi, ya de por sí, empolvado escritorio. Comenzando, claro está, por el principio.

Siempre he querido ser escritor. Desde mi más tierna niñez, el mundo de las letras ha suscitado en mí gran curiosidad, llegando la lectura a desarrollarse en mí a unos niveles tan precoces que a mis queridos compañeros les costaba alcanzarme desde principios de preescolar. Nunca me he considerado un prodigio, lo cual no niegue lo violento que me resultó en su día empezar a leer con soltura libros juveniles mientras mis amigos no pasaban de Teo va al parque. Ojos de escrutinio más acertado que el mío me recuerdan que aprendí a leer a los cuatro años, y a escribir con pocos meses de diferencia. Pero la idea de crear una historia ya estaba en mi mente desde que tenía uso de razón; siempre traté de buscarle un argumento, por ejemplo, al tiempo que pasaba con los juguetes, dedicando más horas a imaginar el carácter de los muñecos y sus aventuras (todas ellas levemente basadas en la película o programa de turno que hubiera escuchado la tarde anterior) que a jugar en el sentido estricto de la palabra. Esto sólo empeoraría con el paso al colegio, etapa que recuerdo con un inusual brillo en los ojos, momento en que me lanzaría a escribir mis primeros borradores y a comentar con mis amigos la idea de montar una saga de películas, de temáticas diversas, a cada cuál más disparatada. El fenómeno alcanzaría tales cuotas que llegué a implicar a medio patio del colegio en la producción, entre miembros del reparto y co-guionistas (algún enterado quiso comerme la oreja con contratos de asociación, para ver si podía sacar tajada ayudándome con los decorados)... pero mi padre cortaría de raíz el problema cuando dejase de lado los problemas de mates para centrarme en la redacción del primer guión, momento en que me prohibiría terminantemente continuar. Esta historia tuvo más enjundia de la que parece, ya entraré en detalles en otra ocasión.

Sin embargo, una idea había conseguido plantarse en mi cabeza sin que ni siquiera mis mayores pudieran ponerle remedio, y era la de escribir una historia. Dar vida a mis propios personajes, crear mi propia búsqueda del tesoro, dibujar los mapas de mi particular mundo diegético, inventar manuscritos antiguos, recetas de pócimas secretas, decidir el resultado de una batalla, el destino de los traidores, el deseo que se podría hacer realidad... ¿cómo ignorar tal abanico de posibilidades, con el único requisito de un lápiz bien afilado y un buen taco de folios (que en mi casa nunca escasearon)? Pero no tenía la motivación necesaria para redactar, y mis colegas ya se hacían a la idea de que por muy atractiva que fuera la idea que les llevase, lo más probable es que acabara desechada en el mismo cajón desastre que las anteriores. No encontraba un motivo mayor que mi propia satisfacción para iniciar algo cuya conclusión, si únicamente iba a repercutirme a mí, no me interesaba. Y entonces llegó él.

Tenía cinco años y medio cuando nació, mi primer y único primo por parte de madre (en perfecto equilibrio con los más de treinta que ya tenía de aquellas en mi familia paterna), lo que lo sitúa sólo unos meses antes de que iniciara mi etapa en primaria. Para cuando hube renunciado a dirigir mi película, y mi vena dramática pasado a la clandestinidad, él contaba ya con tres años bien iniciados en los que apenas nos habíamos visto más allá de las cenas de navidad y un par de visitas puntuales, como esas vísperas de cumpleaños amenizadas por las cuelgas de golosinas que mi tío no dudaba en prepararnos. El resto del año, mi primo y yo apenas teníamos contacto, y eso que pasábamos cada tarde a una calle de distancia, cuando mis abuelos iban a recogerle al jardín de infancia y le daban de merendar en su casa tan próxima a la mía. Mi abuela no cesaba de insistir en que fuese a hacerle compañía, que bien me vendría a mí también, desplazado por cuatro hermanos ya entrados de pleno en la cruda juventud, pero entre unas cosas y otras la ansiada visita se iba posponiendo indefinidamente. Hasta que...

Suficiente contexto, si quiero que os siga interesando lo más mínimo lo que quiera que os esté contando. Hagamos una pequeña elipsis de doce años: mis dos abuelos ya han fallecido, yo he entrado en mi penúltimo año de universidad y mi primo está a punto de empezar bachillerato. ¿Y qué ha pasado entre medias? La respuesta es el libro.

Contacté con una editorial de confianza tras "arduos" meses de búsqueda, cuyo editor me recomendó sustituir mi idea inicial de sacar tres novelas por la de aglutinar su contenido en un solo ejemplar que publicaría de forma individual, a través de lo que se denomina un proceso de autoedición (en otras palabras, lo pagas tú mismo). Así lo hice, llevándome apenas diez meses finiquitar la segunda y tercera parte de un primer manuscrito que ya estaba listo en verano de 2015 (año de mi ingreso en la universidad)... reunir el capital fue otro tema. Para cuando lo conseguí, la empresa contactó conmigo para anunciarme su clausura definitiva, y yo decidí dejar mi libro sobre la repisa para una época en que tuviera más tiempo y madurez para sopesar las posibilidades, pues no estaba dispuesto a perder más tiempo con inútiles trámites que sólo me habían supuesto dolores de cabeza y un ejemplar impreso por mi cuenta que regalé a mi primo como muestra de lo-que-podría-haber-sido. Esto ocurrió en verano de 2017.

Y este bien podría ser el final de nuestra historia, si estas palabras las escribiera cualquiera con dos dedos de frente para leer las señales. No ceso en preguntarme, si tan obcecado está Dios (a quien ofenda la afirmación, que salga de aquí y se haga Twitter que se sentirá como en casa) en que este proyecto no ande, ¿cómo me permitió terminar de escribirlo, más de 400 páginas, si iba a caer en saco roto? Y no es que el prestigio o el beneficio financiero (sigh) sea lo que me atraiga del tema, ni mucho menos. El mayor honor de esta empresa sería que cualquiera tuviera la opción de leer las páginas que he escrito y procesar una mínima parte de la información que quiero compartir, del mensaje que quiero lanzar al mundo. "Si pudieras decirle algo a toda la humanidad, ¿qué dirías?". Esta es mi respuesta, mi legado.

Quiero encontrar el formato más adecuado para esta historia, y estoy dispuesto a reescribirla por completo si con ello consigo llegar a un público más adecuado que al que aspiraba con la anterior editorial, en lo que acabó siendo un proyecto más suyo que mío propio. Últimamente ronda por mi cabeza la idea de adaptarlo como una serie de cuentos infantiles, reestructurando su temática sin alterar el mensaje, que pueda calar igualmente en un público de cualquier edad (si algo he aprendido esta última década es la facilidad que tienen los cuentos de hadas para calar en las almas más aquejadas por el tenue gris de la edad adulta, creo que las películas de Pixar son un gran ejemplo). Si lo conseguiré o no sólo Dios lo sabe, pero hoy puedo alardear de poseer los medios necesarios para obtener la justa determinación que me lleve, al fin, a ver mi historia plasmada en papel. El tiempo dirá si es voluntad mía o hay algo más detrás.

Hasta más leer, miserables... muy pronto.

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