jueves, 2 de abril de 2020

En cuarentena 1x32: El reloj del abuelo

Si no conociese mi nombre, habría jurado que yo era un juguete. Nunca me he puesto a contar las veces que me he despertado bañado en sudor preguntándome si soy o no el mismo que era al envolver mi cuerpo entre las sábanas. La sensación no se parece en nada a las películas. Asumir que alguien que no eres tú también puede controlar tu cuerpo no es un efecto fácil de describir.
Casi optaría por darle la vuelta a la tortilla: es la conciencia quien decide abandonar el cuerpo de uno y controlar libremente el actuar de otro, ajeno al propio. Este fenómeno vio su comienzo hace varios años. No sabría concretar una noche, un despertar o un sueño concreto que marcara el inicio de mi pesar, pero creo no andaré desencaminado si nos situamos alrededor de la tarde en que el abuelo Enrique me regaló mi último reloj.
Mi abuelo siempre fue un hombre de calle. Nunca paraba quieto, desde que madrugaba para llevar a mi primo al colegio hasta que se acostaba por la noche. No le sorprendía a nadie estar subiendo la montaña camino de la Finca y encontrarse con Enrique bajándola en bicicleta, a sus setenta y tantos. Creo haber conocido a pocas personas más enérgicas que él.
El abuelo aparecía cada tanto con regalos de no sé dónde que le encontraba no sé quién. Pistolas de mistos, peluches de medio metro y relojes de ultimísima generación. Mis finas muñecas no eran rival para los relojes descomunales que me compraba Enrique cada vez que tenía ocasión; ninguno bajaba del cuarto de kilo, salvo el último.
Desde que mi abuela había muerto era raro participar en una conversación con Enrique en la que no sacara el tema de lo mucho que echaba de menos a Transi. Hasta el día que se escribieron estas palabras, un servidor no había sentido una pena similar a la que inspiraba charlar con el abuelo después de aquel fatídico mes de mayo.
El último reloj que me compró el abuelo era pequeño, muy ligero, resistente al agua y con correas de goma elástica intercambiables. Tenía opción de linterna, cronómetro y cuatro alarmas distintas. Pero lo más importante para mí era que me cabía perfectamente el día que me lo regaló. No me apretaba, no dejaba espacio entre reloj y piel; y es que eso es decir mucho de un reloj del abuelo. Simplemente me quedaba bien.
Cuando me regalaban un reloj nuevo, collar, pulsera o similar, no cesaba de toquetearlo y experimentar con él hasta que se desgastaba o cumplía un mes de empleo en mi muñeca. Un nuevo complemento en mi persona parecía condenado a ser el centro de todas las miradas a la redonda hasta que a un servidor se le fuese el furor por los poros. He de decir que, quizá por haber compartido esa mano que tantos regalos nos ha ofrecido, en ese aspecto, mi primo siempre me imitó bastante bien.
Las visitas de Sergio se fueron duplicando con el tiempo. Nuestras charlas cada vez distaban más de aquellos silencios incómodos a los que nos veíamos arrastrados en sus primeras visitas. Quizá fuera la pérdida de Transi lo que estrechaba nuestra relación cada vez más, aunque no es un tema que tratásemos con asiduidad. Ni por asomo.
Creo que lo que verdaderamente nos unió a Sergio a mí durante aquellos años fue nuestro abuelo Enrique. Ambos nos habíamos criado solos, cada uno a nuestro modo. Él era una especie de puente entre los dos, no sabría cómo explicarlo con tan pocas palabras. De ahí en un año ocurrieron cosas inconcebibles, en ambos mundos. No querréis saltaros un ancho de página si lo que todavía pretendéis es continuar nuestro relato.

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