Releer el discurso de graduación este sábado me ha traído preciados y muy diversos recuerdos de mi etapa en el instituto, especialmente de los dos últimos años que con tanta presión oprimen al estudiante medio y tantísimas carcajadas nos supusieron a mis amigos y a mi. Expulsiones al pasillo, escaqueos para jugar en la nieve, partidas de cartas en plena clase y canciones de Bocelli a capella desde las últimas filas son solo un par de las muchas anécdotas que se me ocurren a vuelapluma sobre el bachillerato, y no he podido evitar rebuscar entre mis cuadernos de aquella época (donde asoman solo un par de hojas de apuntes entre letras de canciones, caricaturas de profesores, rankings de películas e interminables listas de Pokémon) para dar con la solución a una de las incógnitas que muchos de mis compañeros se plantearon allá por 2014: ¿cómo conseguí aprobar la asignatura de filosofía en 1º de bachiller?
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Un martes cualquiera a cuarta hora, cumpliendo la rutina. |
El drama inició con una simple mirada de complicidad, no tan inocente como insonora, entre mi buen amigo Zapico y un servidor. Las insoportables lecciones de filosofía que impartía aquel sujeto al que todos terminamos por coger cariño nos provocaba tal somnolencia que, con tal de no sucumbir al tedioso tono de voz que nos adoctrinaba, cualquier excusa era buena; pero lo cierto es que aquel día no nos dio por jugar al póquer ni tararear entre dientes el himno del F. C. Barcelona (historia que da para otra entrada), así que simplemente me di la vuelta y nos miramos con una expresión que, eso sí, no daba pie a malas interpretaciones: "qué coñazo". El simple gesto de volverme provocó nuestra expulsión al pasillo, donde pasaba tantas horas al día que ya había memorizado el número de baldosines y la frecuencia con que parpadeaban por minuto las luces del baño de los chicos (esos en los que, como intentaron censurar en mi discurso, no había váteres). Que por una vez me echasen acompañado, y encima de uno de mis mejores amigos, insufló en ambos la confianza suficiente para plantar cara al tirano y negarnos a hacer las tropecientas copias que nos mandaría entregar al día siguiente, con (a toro pasado) jocosas consecuencias: nos aseguró que, siendo bien conocedor de lo proclives que éramos a estudiar a última hora, era totalmente imposible que aprobásemos ese curso y haría todo lo que estuviera en su mano para procurarlo. Fue la excusa perfecta para no dar palo el resto del año lectivo, y limitar sus clases a estudiar los exámenes que tocaran la hora siguiente o sabotear dulcemente las clases de filosofía con fines meramente lúdicos (y sanitarios, pues desarrollar somnolencia crónica a los 16 años no puede ser bueno... todo fuera por el bien común).
Acabé presentándome en septiembre por mi negativa a seguirle el juego al susodicho, lo que tiene el orgullo... la cuestión es que el examen no era el único requisito para salvar la materia, y era necesario presentar una serie de trabajos respondiendo a cuestiones concretas de corte filosófica. En lugar de cumplir con el formulario estándar que proponían como modelo, decidí lanzarme a redactar una tesis de unas veinte páginas sobre la película musical que había marcado mi adolescencia hasta el punto de ser una canción de la misma la que interpreté sobre el escenario en la graduación, como os relataba el sábado: los Miserables. El contenido fue lo suficientemente enriquecedor como para plantarme, sin expectativas de ello, en un notable alto como media del expediente académico.
Me parece razón más que suficiente para presentaros, dividido en un par de entradas, el trabajo con el que realicé tan ardua tarea. No he vuelto a retocarlo desde aquel tiempo, por lo que ateneos a lo que buenamente redacté hace ya seis años. Con todos vosotros, mi anteproyecto de tesis sobre los Miserables.