sábado, 17 de enero de 2015

Viejos bocetos: Mi primer prólogo

Me siento mal... no sé si es que pesan en mí los años que he desperdiciado en mis cosas en lugar de invertir tiempo en proyectos más importantes, si la responsabilidad de explotar mis talentos está empezando a hacer mella en mí o si la rabia que me suscita el no poder escribir una dichosa entrada a tiempo del plazo que yo mismo me impongo cada semana ha terminado por corromper mis entrañas.
Pero el caso es que después de escribir la recomendación de El Silmarillion el lunes pasado me dio por leer uno de mis capítulos favoritos del libro, La huida de los Noldor, en el que los príncipes elfos hacen un juramento con los Valar como testigos que no descansarán hasta recuperar las joyas arrebatadas a su pueblo y vengar la muerte de su supremo rey. Esta promesa me ha inspirado, os lo digo en serio. Y teniendo en cuenta que los propósitos de mis últimos cuatro años nuevos no han tenido demasiado resultado, voy a tomar ejemplo de Fëanor y sus siete hijos y a prometeros que cumpliré este propósito. Y como mi madre dice que no se debe jurar, y en la misma Biblia me dicen que no pronuncie el nombre de Dios en vano (ni aunque sea para un buen propósito como este), tomaré ejemplo de mi modelo de honestidad a seguir en la vida, y de su primer soliloquio en Los Miserables (mi canción preferida), y...
...pongo a las estrellas por testigo de que, siempre que consiga librarme de las cargas que traigo conmigo del previo trimestre, no descansaré hasta terminar la redacción completa de mi libro, y que el mismo Morgoth me aplaste si de ser así no he logrado terminar mi obra antes del primer día del séptimo mes de este año. ¡Son mis testigos!
Y como ratificación de esta alianza con los astros y con vosotros, mafiosos, voy a publicar lo que un día fue el prólogo de mi libro. Con todos ustedes, mi primer borrador:
“…y así es como empezó todo”. No digo que la vida no existiera antes de aquella lluviosa tarde, es más, nuestros destinos estaban entrelazados desde el primer momento en el que se supo de su existencia. Pero, por así decirlo, aquella tarde de Septiembre fue el Génesis de una estrecha relación que nos unió y cambió nuestras vidas para siempre.
En esta vida, y supongo que en todas las demás, se me ha conocido básicamente por un solo nombre. Un nombre que, debo añadir, nunca conocerá ningún desconocido mío, siempre y cuando mis propósitos ocurran según lo previsto. Nunca les he preguntado a mis padres el tiempo que dedicaron a buscar un nombre digno para su quinto hijo, pero he de decir que, según mi punto de vista, dieron con el nombre indicado, aunque en algunos momentos me gustaría haber seguido la tradición paterno-filial y haberme llamado Aurelio IV. Aun así, se mirase por donde se mirase, Marcos no estaba del todo mal.
Nunca me han gustado las familias incompletas. Y por incompletas me refiero a diferentes a la mía. Eso recordando que soy un niño de trece años, claro. Un padre, una madre, tres hermanas y un hermano. No está mal, ¿verdad? Debo decir que en algunos momentos me gustaría tener un hermano pequeño con quien poder compartirlo todo y, si sobraba tiempo, echarme algunas risas. Pero el 99% restante de mi vida me he alegrado de ser el menor de cinco. Debo rectificar un error que he cometido unos renglones más arriba (sé que sería más cómodo para mí y para vosotros que lo hubiera corregido yo con mi procesador de textos, pero, por desgracia, el botón de borrado no funcionaba cuando escribí esta página, acepten mis disculpas.). Lo cierto es que mi familia no consta de cuatro hermanos, un padre y una madre, sino de dos padres y cuatro madres. Esa era mi vida de pre-adolescente. Según creo eso se denomina avaricia. Por eso, yo que siempre fui muy generoso, hacía ofertas a mis compañeros de clase ofreciéndoles alguna de mis tres madres extra (a mi padre extra era capaz de regalarlo) a cambio de un cromo o un tazo de la liga de fútbol. Por desgracia nunca llegué a realizar ningún intercambio. Tal vez un cromo fuera demasiado pedir.
Esa era mi historia. Un niño divertido, imaginativo y (demasiado) graciosillo, hasta tal punto, que de tanto contar chistes malos en mis horas laborales, al llegar a casa sin fuerzas, con sólo sentarme en el sofá pequeño (el grande lo ocupaba mi padre) ya conseguía conciliar el sueño. Y eso en los mejores casos, pues lo peor era cuando, tras la hora de ver la televisión (conocida en el resto de las casas como “hora de la siesta”), no tenía nada que hacer. Eso era lo peor, una tarde de otoño sin nada que hacer más que contemplar la caja tonta o estar tirado en la alfombra sin nada que hacer. Claro, que todo eso lo contrastaba la diversión de esos miércoles tarde, en compañía de mi primo Sergio. Él lo cambiaba todo.
Sergio vive con sus padres en una casa a las afueras de la ciudad, en un pueblo bastante grande. Tan grande que no sé cómo es pueblo y no es ciudad. La casa en la que vive Sergio es en la que vivía mi familia antes de mi llegada, pero al nacer yo, se nos fue haciendo pequeña, así que cuando yo era un bebé nos mudamos a mi casa actual, un apartamento cerca del colegio y el instituto a los que he ido yo. Esas dos casas son en las que Sergio y yo hemos vivido toda nuestra gran odisea, repleta de grandes amigos, malvados sin fronteras, lugares interminables y, en resumidas cuentas, diversión asegurada: nuestras aventuras en el Reino de los Clones, un maravilloso mundo de fantasía, donde aún hoy hacemos alguna visita. Nuestras aventuras han llegado a ser tan asombrosas que, en una noche de agosto, mientras dormíamos en aquella maravillosa casa a la que cariñosamente llamamos “La Finca”, mi primo me llegó a pedir la descabellada idea de relatar nuestras aventuras.
       Sergio– le dije–, ¿de verdad crees que alguien pagará un euro por oír toda la historia?
       No, la verdad es que no… pero si subiéramos el precio, como la calidad es cara, vendría mucha más gente, ¿verdad?
       ¿Cuánto quieres subirlo?
       No sé, ¿cien euros?
       Serás bestia…–dije riendo.
       Es verdad. De acuerdo, cincuenta, que estamos en crisis–y tras ese último comentario, se dio la vuelta y se durmió, dejándome a mí con la típica cara de: “¿Y este niño tiene ocho años?”.
Desde aquel día, esa idea tan absurda de mi primo se me fue metiendo poco a poco en la cabeza, hasta que un día no pude más, y comencé a escribir…

…comenzando, claro está, por el principio.

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