Se trata de un pequeño diario que abrí con motivo de la muerte de mi abuela, de lo que en unos meses se cumplirán once años. A la hora de redactar el manuscrito, me pareció adecuado finalizar la primera de las tres partes que componen el libro con esta pequeña carta, en la que plasmo mis sentimientos como buenamente podía en un día que tanto ha significado para mi. Contaba con once añitos en el carné, así que sed clementes.
11 de mayo de 2009 (a eso de las ocho de la tarde): No
entiendo nada. ¿Cómo un instante puede significar un giro tan radical en la
vida de tantas personas? ¿En qué cabeza cabe que toda una vida de alegrías y
penurias concluya en un simple suspiro con el que, sin más, todo acabe?
Supongo
que pienso esto porque es la primera vez que pierdo a alguien. Bueno, en realidad me acuerdo
de cuando se murió la bisabuela Nieves (aunque yo siempre la llamaba abuelita). Mi padre me despertó por la mañana y me
preparó el desayuno, y cuando le pregunté dónde estaba mamá, me dijo que había
ido al hospital porque la abuelita había subido al cielo. Creo que no lo
asimilé del todo hasta que, un día, me percaté de que realmente no estaba allí.
No vi ninguna capilla, ningún recordatorio o esquela; no estuve en ningún
funeral ni frente a ningún ataúd. Pero pude ver su silla en el salón de los
abuelos y la cama en la que había pasado los últimos meses tan enferma, ambas
vacías.
Así es como yo me siento, y me da que pensar que no vaya a ver a la abuela nunca más. Y esto es así, no
tengo que engañarme. No habrá más cenas los sábados, ni volverá a llenarme los
bolsillos de monedas de gominola. Ya no se empezará a reír en mitad de sus
propios chistes ni aplaudirá cuando metamos canasta en la Finca desde su silla
de playa azul. Esta parte ya ha terminado.
Pero
la historia no va a terminar aquí, eso es lo que yo creo. Ni la suya, ni la
mía. Si dependiera de mí, la de ninguno de los que me rodean.
Los
médicos dicen que los recuerdos permanecen en nosotros a partir de los tres
años. Uno siempre relaciona la memoria con la capacidad de pensar de la propia
mente, pero yo siempre he sabido que no es exactamente lo mismo. Los niños, los
más pequeñitos, también pueden pensar. Cuando el perro pone la pata sobre unas brasas
ardiendo, retrocede. Cuando el bebé siente un cachete en la pierna, también
reacciona. No es un montón de carne blandita y pelo, ahí hay algo más.
Una
vez me contaron que dos bebés reflexionaban todavía dentro del útero, sobre lo
que les deparaba a continuación. Aún en el vientre y ya discutiendo entre ellos.
Uno decía que les esperaba la auténtica vida al otro lado, que en cuestión de
días saldrían al exterior y conocerían un nuevo mundo para el que se habían
estado preparando desde el principio. Allí podrían caminar por sus propias
fuerzas, comer con su propia boca y tomar sus propias decisiones sin ningún
tipo de ataduras. Serían libres. El otro, dicen que lo negaba e intentaba hacer
ver a su hermanito que la vida no existía más allá de la placenta, que cuando
salieran de allí simplemente dejarían de existir, llegaría el final. Para este
la vida le venía a través del cordón umbilical y la quiebra de este implicaba
la ruptura con el mundo de los vivos, la separación de la única fuente de vida
que conocían. Una vez separados del vientre, no tendrían cómo sobrevivir.
Se
cuenta que el primero rechazaba esta idea y ponía sus esperanzas en su mamá, la
que les rodeaba en todo momento y gracias a la cual vivían. Ella era el origen,
el medio y la causa por la que vivían. A veces, cuando guardaban silencio,
hasta podían oír cómo acariciaba su vientre y susurraba palabras dulces a los
pequeños. Pero el hermano lo llamaba iluso, pues sabía con seguridad que su
vida se reducía a lo que podían ver allí dentro. Jamás un bebé había llegado a
ver dicha criatura, ergo no existía madre alguna.
Necio.
Me imagino la sorpresa del segundo al ver con sus propios ojos, porque un día
lo llegó a ver, que, efectivamente, el mundo real les aguardaba fuera. Aquellos
largos nueve meses de sufrimiento y desarrollo sólo habían sido una prueba para
la verdadera vida, la vida plena. Su existencia terminó dentro del útero, pero
apenas habían comenzado la existencia para la que fueron creados en realidad.
Esta
tarde se ha celebrado el funeral. No sabría cómo escribir en tan poco espacio
el cúmulo de sentimientos que he podido ver allí esta tarde. Aunque si tuviera
que elegir una sola palabra… sí, creo que sería esperanza por varias
razones. En la homilía se habló mucho del deber, de a lo que Dios nos llama a
todos. Es curioso, ahora no estoy muy seguro de si creo o no. En fin, mis
amigos ya no van a misa, ¿por qué yo voy a estar menos equivocado que ellos?
Tal vez el raro sea yo. Además, hay demasiados misterios en el mundo como para
asimilar tan rápido que alguien está detrás de todo y tiene poder para
cualquier cosa. Demasiado desorden en mi cabeza.
Pero
esta tarde algo me ha llamado mucho la atención. Se dijo que lo importante no
es si creemos en el cielo o en el infierno, la creación ni nada de eso. Lo
único que tenemos que hacer es, simplemente, dejarnos amar. Nada más. Dejarse
amar implica conocerle a Él, porque es amor, ¿no? A quien se le muestra un amor
así no puede menos que compartirlo con los demás, ¿verdad? ¿O acaso si a mí me
tocase la lotería enterraría el dinero en el jardín y no gastaría ni un
céntimo? Vosotros no sé, yo mucho apego al dinero en sí, a tener por tener, no
es que tenga. A quien le toca un premio así, que menos que enseñárselo a los
demás, digo yo. El que compartiese ya pondría la guinda, pero fijo que a
ninguno se le olvidaría lo de fardar. Y ese amor, ese auténtico amor, la
caridad, no creo que haga ningún mal.
Estoy
seguro de que en mi vida se me aclararán muchas cosas, tengo fe en ello. Pero
hasta entonces, ¿será mejor creer ciegamente en algo que sé bien que es bueno o
perder el tiempo a la espera de una confirmación de estos hechos que puede
tardar una vida entera en llegar? Fríamente.
Mi
abuela siempre decía que desde que se nace uno tiene más ganas de ver el mañana
y de recordar el ayer que de vivir el día a día. Mientras despedíamos su ataúd
en el cementerio, escuché en mi cabeza ese consejo y me propuse dejar
inmediatamente de evadirme en recuerdos y anécdotas de ella en vida y centrarme
en asimilar y vivir la situación. Fijé mi vista en el nicho, casi cerrado por
completo, y no aparté de él la mirada hasta que hubo quedado completamente tapado.
Cuando quise darme cuenta, ante la
tumba quedábamos mamá, el abuelo y yo, contemplando impasibles el último punto
por el que había podido verse el ataúd. Pero
algo no encajaba del todo bien: por primera vez desde que había recibido la
noticia, me sentía tranquilo. Mi cuerpo rebosaba por fin ligereza. No había
rastro alguno de la amargura que horas antes había inundado ese corazón en el
que ahora sólo se percibía la paz. Levanté la mirada y no pude evitar sonreír.
Dos
días había tardado en amainar la tormenta, pero sí: estaba saliendo el sol.
No hay comentarios:
Publicar un comentario