lunes, 23 de marzo de 2020

En cuarentena 1x22: La estética de J.R.R. Tolkien

En este ensayo abordaremos desde una perspectiva metodológica el pensamiento estético reflejado en la obra escrita de J. R. R. Tolkien, focalizando nuestro estudio en los testimonios vigentes en su correspondencia personal, sus ensayos sobre literatura y sus novelas fantásticas, tanto aquellas que forman parte de su legendarium mitológico como las composiciones que le son ajenas.
BREVE BIOGRAFÍA
John Ronald Reuel Tolkien nació en Bloemfontein (Sudáfrica) el 3 de enero de 1892. Su padre, emigrante inglés que trabajaba como empleado de banca, falleció cuatro años después a causa de unas fiebres reumáticas, dejando sola y con dos hijos a su mujer Mabel, que se trasladó a Reino Unido. La infancia de Tolkien estuvo fuertemente marcada por la conversión de su madre al catolicismo, lo que le supuso el rechazo de cualquier tipo de ayuda por parte de su familia política y su posterior muerte por una diabetes causada, según Tolkien, por esa angustia. Siempre considerará a su madre como una mártir.
Será un sacerdote amigo de la familia quien se hará cargo de la educación de los Tolkien, el padre Francis Xavier Morgan Osborn (nacido Osborne, nieto del fundador de las bodegas homónimas), quien era además uno de los más allegados discípulos del beato cardenal John Henry Newman, cuyas enseñanzas y pensamientos renovadores para el catolicismo fueron la base de la corriente progresista que llevó a cabo el Concilio Vaticano II (Pablo VI lo llamó “el concilio de Newman”). Toda esta doctrina de Newman tendrá un profundo arraigamiento en la fe de Tolkien, que se verá reflejada en su obra.
Un joven Tolkien acompañado del padre Morgan.
Ingresa en la escuela King Edward, donde focalizará su estudio hacia las lenguas antiguas (latín, griego, anglosajón middle english). Gana una plaza en el Exeter College de Oxford en 1911, coincidiendo su posterior titulación como Bachelor of arts con el estallido de la I Guerra Mundial, en la que combatirá como oficial de infantería y donde perderá a sus mejores amigos. Antes de ello contrajo matrimonio con su novia desde los 18 años, Edith Bratt. Es durante su convalecencia en Inglaterra por haber sido herido en batalla cuando comienza a desarrollar su proyecto de mitología británica, el origen de lo que se publicará póstumamente como El Silmarillion.
Obtiene la cátedra de lengua inglesa por la Universidad de Leeds, pero ejercerá de profesor de anglosajón en Oxford a partir de 1925, donde desarrollará el resto de su vida familiar, literaria y profesional. Caben destacar sus reuniones semanales con C. S. Lewis, Charles Williams y otros profesores (proyectos de literatos) en un pub para charlar de literatura y comentar sus composiciones, en el club de The Inklings.
Como consecuencia del prestigio alcanzado por sus grandes obras, Tolkien recibe el doctorado honoris causa y una condecoración nacional antes de fallecer el 28 de agosto de 1973, dos años después que su esposa. En la tumba de ambos mandó grabar los nombres de los enamorados protagonistas de su poema de amor más destacado, Beren y Lúthien, que sirve de base para establecer el romance de Aragorn y Arwen en El Señor de los Anillos.
OBRA LITERARIA
  • Legendarium
Desde bien pequeño, Tolkien experimentó una especial atracción por la figura de los cuentos de hadas (a los que dedicó un excelentísimo ensayo que abordaremos más adelante). En su juventud también desarrolló gran cantidad de poemas cortos y relatos “de tono arcaico” en compañía de sus colegas literatos como parte del club The Inklings, del que también formaba parte C.S. Lewis.
Sin embargo, el prestigio del apellido Tolkien no llegaría a su zénit hasta la publicación de las dos primeras obras de lo que el autor autodenominó su “legendarium”: El Hobbit (1937), cuya historia es bien conocida por todos, donde Tolkien introduce y perfila a varias de las razas principales que serán incorporadas a su mitología, y cuya finalidad inicial siempre mantuvo que consistía en transmitir a sus hijos las enseñanzas que él consideraba de mayor importancia pero cuya complejidad impedía que pudieran ser comunicadas de forma directa (tema en el que ahondaremos más adelante, por ser parte de la esencia de su ensayo Sobre los cuentos de hadas); El Señor de los Anillos (1954-1955), secuela de esta última tras toda una generación de lectores que, a la par con los propios editores, demandaban una segunda parte del relato del profesor de Oxford, a lo cual este respondió con esta trilogía épica de tono más adulto y con un nuevo protagonista que retoma el camino de su antepasado; El Silmarillion (1977), obra póstuma editada por Christopher Tolkien que recopila todos los escritos que su padre había dedicado desde antes de la publicación de El Hobbit a desarrollar su mitología cosmogónica y las primeras epopeyas de los pueblos habitantes de la Tierra Media, cuando esta no había sido ni siquiera concebida.
Tolkien como parte de un género literario
Algunos autores defienden a Tolkien como uno de los iniciadores y máximos representantes del género de la fantasía heroica o «heroic fantasy», también denominado fantasía épica, muy cultivado en la literatura inglesa y americana pero sin equivalentes destacables en la prosa francesa o española. En sus obras, los límites entre lo fantástico o mágico y lo natural no están en tensión, sino en una armonía continua, todo ello mezclado con varios esquemas procedentes del género caballeresco medieval, la novela gótica e incluso la ciencia-ficción. El legendarium de Tolkien, no obstante, no solo posee una geografía propia sino también una inmensa mitología cosmogónica (relatada en el primer libro de El Silmarillion), tradiciones, lenguas… es por esto que el género en el que muchas veces se le pretende encasillar se le queda algo pequeño, debido a la magnitud de su trabajo en cuestiones literarias.
Mitología e inspiración
Tolkien ha manifestado en todo momento una profunda admiración e inclinación por todo el mundo de las mitologías. En especial, especifica en una de sus cartas seleccionadas por H. Carpenter, «por la leyenda heroica a medio caballo entre el cuento de hadas y la historia». A este respecto destaca una recurrente lamentación por la ausencia de una mitología inglesa (que no británica, pues a ese respecto sí que contamos con todos los elementos de la leyenda artúrica), a diferencia de la propia de naturaleza griega, céltica, germánica, escandinava, finlandesa…
Cabe destacar un importante episodio en la historia de Tolkien y su pasión por los mitos, una afición que sabemos que compartía con su escritor coetáneo (y gran amigo a lo largo de gran parte de sus vidas) C.S. Lewis; autor, entre otras muchas, de Las Crónicas de Narnia. Son, para muchos críticos literarios, los dos pilares de toda la literatura fantástica desarrollada a lo largo de los dos últimos siglos. Si bien, como suele suceder, las diversas biografías sobre ambos divergen en determinados aspectos, todas parecen coincidir en que C.S. Lewis (“Jack” para los amigos) se convirtió al cristianismo tras un largo período de crisis de fe a raíz de la traumática experiencia de la I Guerra Mundial; y dicha reconversión tiene su raíz, en palabras del propio Lewis, en «una experiencia de viaje del mero teísmo al cristianismo». Un punto importante que destacar fue una larga charla nocturna en la que participó el propio Tolkien (un 19 de septiembre de 1931), que «tiene mucho que ver» con este fenómeno que tanto marcó a Jack en su obra posterior, siendo la proclamación del cristianismo como verdad absoluta la columna vertebral implícita de su saga literaria de mayor renombre.
De izquierda a derecha: J.R.R. Tolkien, Charles Williams, Hugo Dyson y C.S. Lewis.
Lo remarcable de este coloquio de cuyas consecuencias seguimos siendo testigos es que su temática versaba, como otros tantos iniciados por estos mismos integrantes, sobre mitología; no fue sino cuando Lewis se negó a seguir charlando sobre historias «que son, al fin y al cabo, mentiras» que Tolkien esgrimió, con una maestría propia de un discípulo (que, de hecho, era) de la prolífica doctrina del cardenal Newman, el argumento que echó por los suelos el pensamiento arraigado en la mentalidad pesimista de Lewis: los mitos no son mentiras (incluso aludiendo a términos filológicos, campo de recreo de Tolkien, la acepción de “mito” como sinónimo de “engaño” no es sino una derivación peyorativa de su significado primitivo, que es el de una narración que contiene elementos fundamentales con los que pretende transmitir algo sobre la estructura profunda de las cosas), sino que en su sentido técnico literario son historias que contienen ecos de las verdades más hondas; descubren un fragmento de la verdad, nunca su totalidad.
La finalidad evangélica en este discurso de Tolkien no estaba en absoluto oculta, sino que había formado parte de sus diálogos con Lewis desde hacía largos años. Es más, había sido a raíz de una de estas discusiones que este último había pasado de considerarse ateo a agnóstico, sólo por ratificar su negación a creer en nada como respuesta al curioso argumento de Tolkien, que siempre sostuvo que para no creer en Dios se precisa tanta fe como para creer en Él. «Es fácil matar a Dios, lo difícil es esconder el cadáver». Esta ávida contramedida a la esencia de Nietzsche (quizá no expresada de modo textual, pero de similar trasfondo) suscitó en Lewis y en otros tantos una serie de interrogantes que ha llevado a cientos de ateos reafirmados a abrazar el catolicismo: «¿qué sentido tiene el sufrimiento, la enfermedad, la muerte…?». En definitiva, «¿quién soy yo?». Si la única respuesta válida es que nada tiene sentido y todo es fruto del azar, ¿qué más da si soy honrado o no? ¿Para qué sirve casarse o tener hijos o aportar algo a la sociedad? ¿Qué sentido tiene sufrir? Es a partir de aquí que las palabras de Tolkien convencerán a Lewis no sólo de la innegable existencia de un creador sobrenatural, sino del papel del cristianismo como única verdad.
Aparcaremos esta cuestión de momento, para seguir desarrollando la idea que Tolkien poseía sobre los cuentos de hadas como herramienta para comunicar verdades superiores.
  • Sobre los cuentos de hadas
El fantástico ensayo tratará de responder a tres preguntas básicas sobre este género literario tan deshumanizado, en opinión de Tolkien: ¿qué son los cuentos de hadas (fairy-tales)?, ¿cuál es su origen?, ¿para qué sirven? Nos centraremos en la primera y la última.
Partiendo de acepciones enciclopédicas y comparando las diferentes concepciones de la que literatura e historia han dotado a estos cuentos, Tolkien pone de manifiesto la primera contradicción que normalmente sostenemos a la hora de adentrarnos en cualquier ejemplo de estos relatos: considerar a las hadas (los hobbits o los elfos en el caso de Tolkien) como seres sobrenaturales es, de partida, errónea; en la tierra de las hadas a la que se acude en estos cuentos no son estas los seres sobrenaturales, sino los humanos que entre ellas se aventuran, pues el camino que lleva al mundo de las hadas discurre paralelamente al del bien y el mal. Es una vía a medio camino entre ambas, cuyas finalidades concretaremos después, que en muchos casos sirve como mitología adaptada para hacer al hombre comprender verdades (ahora sí, sobrenaturales) que no puede concebir por sí mismo, habitando en el mundo terrenal. Es por ello que parece el escenario perfecto para tratar de inculcar en sus hijos los valores excesivamente complejos como para transmitirlos por la mera vía didáctica.
Sin embargo, lo que tiene lugar es la entrada en un Mundo Secundario editado por un “Subcreador”, que es el autor del cuento; dentro de este mundo, todo lo que ocurre es verdad, está en consonancia con las leyes de este mundo, por lo que crees en él mientras estás (por decirlo de algún modo) dentro de él. Cuando surge la incredulidad, tan propia de los adultos y tan ausente en la inocencia de los niños, el hechizo “se rompe” y vuelves al Mundo Primario, contemplando desde fuera esa experiencia estética del Mundo Secundario que no cuajó. Que esta experiencia se haya asumido como algo propio de los niños y rechazado por los adultos es peligroso: Tolkien recuerda que nunca debe entenderse la madurez como algo nocivo, «los niños están hechos para crecer, no para quedarse en Peter Pan», por lo que no debemos caer en el sectarismo de separar a los inocentes niños que abrazan los cuentos de hadas de los despreciables adultos que, invadidos por el afán de comprender conceptos que no están hechos para ser comprendidos de forma directa, son incapaces de redirigirse por su propio orgullo a la única vía de la que se servían siendo niños para tratar de experimentar estos conceptos. No, es más: si algún interés específico tiene la lectura de los cuentos de hadas es que merece la pena escribirlos por y para adultos, de los que extraerán infinitamente más frutos de los que pueden dar en niños pequeños. Es decir, si un niño se entusiasma con un relato como El Hobbit y este le condiciona para actuar rectamente, es con toda razón motivo de alegría; pero si un adulto encuentra en El Señor de los Anillos y las experiencias de sus personajes una herramienta útil para afrontar las desventuras sufridas, para darle un sentido a su historia y poder aceptarla (que a grandes rasgos es lo que todo hombre busca), la finalidad del cuento ha quedado mucho más manifiesta, «pues tal es su sino».
¿Y cuál sería la finalidad de estos cuentos si, como Tolkien expresa, los adultos se decidiesen a acercarse a ellos como una rama más de la literatura, sin jugar a ser niños ni acudir a los mismos negándose a crecer? Ante todo, si están escritos con arte, este será el valor primordial de estos relatos. Sin embargo, también ofrecen un amplio abanico de experiencias que pueden ser de utilidad: Fantasía, Renovación, Evasión, Consuelo. Curiosamente, de todos ellos suelen necesitar los niños menos que los adultos.
Cabe destacar que Tolkien no entiende la “evasión” aquí como algo cobarde, sino todo lo contrario. No entiende al adulto que incapaz de soportar su vida se refugia en estos cuentos como al soldado que deserta de la guerra porque supera sus fuerzas, sino más bien como al prisionero que incapaz de vivir una vida más allá de los barrotes trata de añorar esa libertad que en algún momento de su vida pudo experimentar.

Eucatástrofe
En relación con el último valor de los que puede aportar el cuento de hadas, el consuelo, surge este peculiar término acuñado por Tolkien, para la explicación del cual me serviré de un pasaje de su obra maestra con tal de ejemplificar más fácilmente su naturaleza.
¿Qué es la Eucatástrofe (el prefijo griego eu-, “bueno”, añadido a catástrofe, entendiendo esto como el desenlace de un drama, normalmente en términos negativos)? Cuando Frodo ha llegado al final de su largo camino a Mordor y se encuentra ya en la grieta del Monte del Destino, a punto de cumplir su cometido, es cuando el Anillo desata todo el poder de manipulación que Sauron descargó en él, toda su malicia, y corrompe a Frodo definitivamente haciendo que se ponga el Anillo para tratar de escapar de su destino. Sin embargo, es precisamente ahí, “al final de todas las cosas”, cuando un repentino ataque de Gollum hacen que dicha criatura y su tesoro se precipiten a las llamas del volcán y desaparezcan para siempre de la Tierra Media. ¿Es esto baladí? Nada más lejos de la realidad. Gollum ejerce esa última traición no como un Deus ex machina, término que tantos pseudo-críticos actuales tratan de identificar por ejemplo con la aparición de las águilas de Tolkien en el campo de batalla, o con la última marcha de los ents, o con la llegada de los rohirrim a los campos del Pelennor en la batalla frente a los muros ya asediados de Minas Tirith; el último acto de maldad de Gollum aparece ahí para salvar a Frodo porque tal es el motivo de su presencia en la aventura del Anillo. Tal es la consecuencia de la piedad de Bilbo sesenta años atrás, cuando le perdonó la vida en las Montañas Nubladas, o la de Frodo que tantas veces se abstuvo de abandonarlo o quitárselo de en medio durante su trayecto a Mordor mientras Sam no cesaba de insistirle en que no era algo prudente, o la de Sam (omitida en las adaptaciones cinematográficas) en los preliminares de esa última pelea en las grietas del volcán cuando decide perdonarle la vida por haber podido experimentar también la esclavitud del Anillo y sentir esa gota de lástima por él.
Esa “gracia”, tan presente en el cristianismo, es el motor de la Eucatástrofe, del giro de guion bueno, que hoy en día nos choca por no ser al que nos tienen acostumbrados en el cine, la literatura y la televisión (Juego de Tronos es un buen ejemplo). Es en este marco donde se puede entender también el concepto de la evasión: escritor y lector de estos cuentos no pretenden huir de este Mundo Primario (cuya Eucatástrofe principal para Tolkien es la muerte y resurrección de Cristo, como trató de decirle a Lewis) abandonando sus deberes, sino acudir a un mundo donde las cosas son tal y como deberían ser, donde los hombres viven la vida para la que fueron creados y donde encontramos la perfección que anhelamos (o añoramos, de ahí que nos sintamos como niños cuando nos zambullimos en sus páginas) por no poder encontrarla en nuestra vida terrenal.

PENSAMIENTO Y ESTÉTICA
  • Alegoría y aplicabilidad
Podemos comprender, por lo tanto, que la finalidad de los mitos era algo fundamental para Tolkien en lo que se refiere a los cuentos de hadas; y no es lógico pensar que a la hora de desarrollar sus propias ejemplificaciones de estos cuentos no pondría en práctica sus propias palabras y jugaría a crear una historia que no significase “nada” o que no tuviese una enseñanza clave que impartir en el lector. Esto todavía es más absurdo si tenemos en cuenta que él siempre admitió haber escrito El Hobbit para transmitirle la fe a sus hijos. ¿Cómo puede ser, entonces, que Tolkien sostenga que «le disgusta la alegoría consciente e intencionada»?
A esta última afirmación, sin embargo, Tolkien añade una aclaración fundamental para comprender su pensamiento: «sin embargo, todo intento de explicar el contenido de un mito o de un cuento de hadas debe recurrir a un lenguaje alegórico». Para Tolkien, la alegoría no es sino «un sistema simbólico en el que el significado oculto de los referentes es unívoco, establecido por el autor con fines didácticos. No está abierto a interpretaciones y la trama está subordinada a la enseñanza que se pretende impartir». Es por ello que manifiesta repetidas veces su desdén por este recurso, puesto que si en sus escritos pretende dar hueco al lector para evadirse de la presión del Mundo Primario en busca de una respuesta a sus muchos interrogantes, abrir esa sinuosa vía que lleva al mundo de las hadas, no puede contextualizarlo en un ambiente “no abierto a interpretaciones”, con un significado “unívoco”, pues de tal modo sólo será de utilidad para aquella porción del público que encuentre utilidad en los fines del autor y tenga cierta afinidad con él. Sin embargo, El Señor de los Anillos ha marcado profundamente la vida de millones de personas de todas las edades, procedencias, creencias y clases sociales, ergo no se corresponde con este fenómeno alegórico. 
Pero esto no quiere decir que no tenga un significado implícito, una enseñanza que Tolkien pretendería incorporar al subconsciente común a través de su particular estética; no para que todos los lectores encontraran en su obra la misma respuesta, sino para que a todos se les diese opción de contestar a alguna de las preguntas que nos atormentan (¿quiénes somos?, ¿para qué vivimos?, ¿qué sentido tiene la vida?). «En un sentido más amplio, es imposible escribir una “historia” que no sea alegórica en la proporción en que “cobre vida”, pues cada uno de nosotros es una alegoría, encarnada en un cuento particular e investida con las ropas del tiempo y el lugar, verdad universal y vida perdurable». Eso sí, siempre debemos tener en cuenta que «sólo el propio Ángel Guardián, o en verdad el Mismo Dios, podría desenredar la relación entre hechos personales y la obra de un autor. No el mismo autor (aunque sabe más que cualquier investigador) y por cierto no los llamados ‘psicólogos’». El resto es esa aplicabilidad.
  • Hoja de Niggle
Como un breve paréntesis, esta pequeña composición narrativa de escasas páginas y sumamente interesante es quizá el hueco en el que Tolkien plasma con más claridad su filosofía y pensamiento estético. El último viaje de un modesto artista, pintor de un solo cuadro al que ha dedicado toda una vida, que comenzó siendo una pequeña hoja y terminó convirtiéndose en todo un cuadro, y que por avatares de la vida acaba siendo descuidado por completo llevándole a la desesperación. Será gracias a la reconciliación con uno de los vecinos que le sacaba de quicio a la hora de desarrollar su cuadro que curará esta vanidad tan propia del mundo artístico, pues en lugar de dedicarse a pintar un ideal (una hermosa hoja de árbol), con el repentino viaje sin retorno y el desprendimiento total de sus bienes terrenales tendrá que enfrentarse a un reto mucho más personal: descubrirá que en un lugar lejano ese árbol que a él le inspiraba existe de verdad, y dedicará el resto de sus días a redescubrir el arte que en primera instancia sólo le fue inspirado.
Tolkien no es esteticista. Para él la actitud artística es sólo una dimensión de la vida humana, la sublimidad de la inspiración no exime al artista de sus deberes éticos, ni justifica que se considere superior a los demás; algo que por desgracia está prácticamente implícito en la propia definición de artista… lo cual, paradójicamente, ensombrece el brillo “divino” de la obra artística, por lo que dicha vanidad debe ser purgada. Eso es lo que relata en Hoja de Niggle, cómo la belleza imaginada hoy, será, por don divino, belleza realizada en la Vida Eterna, pero esto no servirá de nada si los únicos talentos que portamos con nosotros son fruto de nuestra vanidad y no nos reconciliamos con el prójimo como hace el pintor Niggle en este relato.
  • Estética lingüística
«La sensibilidad de la estructura lingüística, que me afecta emocionalmente entre tanto como el color y la música; el apasionado amor por las cosas que crecen, y una profunda respuesta en las leyendas que tienen el temperamento y la temperatura “noroccidentales”». Tolkien es, ante todo, lingüista; de ahí que reeditara el nombre del protagonista de El Señor de los Anillos una veintena de veces antes de decantarse por Frodo; de ahí que elija la denominación de “Concilio Ecuménico” para la reunión que tiene lugar en Rivendel y de la que nacerá esa nueva realidad que es la Comunidad del Anillo (a la par que del Concilio Vaticano II, el “concilio de Newman”, base de la ideología tolkieniana, se impulsará el nacimiento de una nueva realidad que tratará de vivir la fe en pequeñas comunidades como los primeros cristianos); de ahí que el monte en que los enanos (admitidos por el propio Tolkien como correspondencia mitológica del pueblo hebreo) establecieron durante milenios su principal base, donde ahora reina la muerte y la desolación, sea llamado Moria.
Retrato del cardenal John Henry Newman.
Las palabras y las lenguas son la base de su estética. Es ampliamente conocido su amor por la lengua gótica, que para él suponía «un placer estético derivado de una lengua por sí misma, no sólo despojada de su utilidad sino del hecho de ser el vehículo de la literatura»; su disgusto cordial por la lengua de Shakespeare; sus primeros contactos con el latín; su desagrado por el islandés; su fascinación por los nombres galeses («un deleite lingüístico y estético»); la belleza que le suscitaba el italiano, similar a la del inglés moderno; en cuanto al español, la consideraba la única lengua romance que le daba ese placer (no la mera percepción de la belleza, sino «del apetito que se siente por un alimento que es necesario para subsistir»). En último lugar, destacar que este sentimiento alcanza un punto clave con el descubrimiento del finlandés: «como descubrir una bodega entera llena del vino más asombroso, de una especie y sabor nunca degustados antes». Sus lenguas (entre las que destaca la lengua élfica) serán densamente basadas en esta última, tanto en estructura como en fonética. Para Tolkien, el gusto lingüístico es, a la hora de determinar los ancestros de un individuo, una prueba de mayor relevancia que los propios grupos sanguíneos.

CONCLUSIONES
Pero ¿qué diferencia existe entre la figura de Jesucristo y las hazañas de cualquier otra deidad mitológica de tantas que se hacen mortales, obran milagros, mueren y resucitan? ¿Qué distingue a la divinidad cristiana de Odín, Osiris o Adonis? La respuesta que daría Tolkien, antes y después de lograr que su colega aceptara la existencia de Jesús como personaje histórico, es que Dios le ha inspirado al hombre desde su creación una serie de verdades sobre ciertas preguntas que nos acorralan en nuestro día a día (cuestiones sobre la vida, la muerte, el sufrimiento, el amor, la tristeza…) y el poeta, el pintor, el compositor, lo ha expresado en imágenes como buenamente ha podido; de modo que cada uno de estos cuentos contiene un reflejo de la verdad. El cristianismo se basa en la misma idea, con el añadido de que el poeta que lo creó es Dios mismo, y las imágenes que empleó para llevarlo a cabo son hombres reales, como tú y como yo. Es decir, una reinterpretación del mito del dios muerto que vuelve a la vida, sí, pero que en esta ocasión existió verdaderamente, ocurrió en un lugar concreto del espacio y del tiempo en que nos encontramos, y consta también de un elemento fundamental que lo distingue del resto de doctrinas desarrolladas hasta la fecha. ¿Y cuál es?
Que Jesucristo cambió la vida de las personas. Hasta tal punto que los apóstoles, de quienes se dice que ni uno permaneció a su lado a la hora de la verdad, teniendo entre ellos a Pedro que le negó tres veces, a Tomás que dudó de él… todos ellos dieron la vida por anunciar su noticia (once de ellos, además, la dieron físicamente). Y Jack preguntaría, “en el remoto caso de que todo eso sea cierto, ¿eso a mí en qué me afecta?”.
La respuesta a esta pregunta es El Señor de los Anillos. Tolkien no te va a decir cuál es el medio adecuado de interpretar sus historias (ya expresamos su desdén por la alegoría), pero con toda seguridad sí que te dirá cómo no interpretarlas (de ahí su rechazo a la idea de que Sauron encarnase a un Führer medieval, o que la Guerra del Anillo fuese en realidad la I Guerra Mundial... tristemente, la reciente adaptación de la vida del escritor a la gran pantalla se ha centrado en esta interpretación, la única que el escritor negó categóricamente). La experiencia estética que suscite a cada lector El Señor de los Anillos está únicamente entre el propio concepto de estética, sean cuales sean las creencias de cada uno, y cómo lo recibamos cada uno de nosotros en nuestra situación personal, con el viejo profesor de Oxford únicamente como intermediario subcreador.

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