sábado, 21 de marzo de 2020

En cuarentena 1x20: Un curso complicado

He querido compartir con vosotros un pequeño fragmento de mi libro en el que relato cómo viví mi primer año en el instituto, una experiencia que ha marcado bastante mi personalidad en los años sucesivos y muchos de mis mejores amigos no conocen de cerca. Tal vez hoy en día la describiría con otras palabras, pero me ha parecido interesante rememorar cómo percibía de aquellas la situación a la que me vi expuesto al pasar a la educación secundaria en un centro del que guardo unos recuerdos tan ambivalentes. Espero que os guste.
Como ya os he comentado, aquel nuevo curso supuso un gran cambio para los dos, pasando él a primaria y yo a secundaria; sin contar con el conservatorio y el misterioso curso de matemáticas. El instituto al que me mandaron estaba todavía más cerca de casa que el colegio. No era un edificio que me llamara especialmente la atención, pero todos mis hermanos habían ido a clase allí y yo no iba a ser menos. Muchos chicos se matricularon en él por el hecho de que tenía algo bastante exclusivo en los colegios de la zona: un campo de fútbol de hierba, dentro del mismo recinto. Un dato sobrecogedor, teniendo en cuenta la magnitud de indiferencia que me provocaba a mí el juego del balón.
Creo que hasta que no pasó un mes no me hice a la idea de que me encontraba realmente solo. En momentos puntuales del curso anterior, los niños a los que yo llamaba mis amigos me habían comentado que iban a estudiar en un instituto diferente, pero por alguna razón sus palabras me resbalaron en un primer momento. Emoción de la bendita infancia, supongo. Pienso que esto fue bueno para mí, porque si hubiera asumido que tardaría otros seis años de mi vida en forjar mi pandilla desde cero me habría pasado el año llorando.
Se fueron todos. Unos al de al lado, otros al de ahí en frente y algunos al de más allá. En mi instituto me quedé yo. Claro que conocía gente, pero no eran personas a las que yo llamase amigos, al menos por aquel momento. La idea de tener que abrirme un hueco en grupos de gente que llevaban años pasando de mi persona me aterraba...
Pero no fue esa la razón de que el curso se me hiciera insufrible. La razón, como tiende a ser habitual, fue una moda. Aquel año se empezó a llevar lo de quemar cruces.
El último año de la primaria había tenido una tutora realmente estricta, que me atrevo a asegurar que supuso un cambio en la vida de todos los que fuimos a clase con ella. Llevaba a rajatabla la programación del curso, deberes y puntuaciones de los exámenes; separaba en la misma clase a los niños que tenían peor caligrafía para enseñarles a escribir; puntuaba absolutamente todo lo que hacíamos con pegatinas y sellos de colores; y nos hacía llamarla “maestra” en todo momento. Pero de pocas profesoras he aprendido tantísimo. Hay un detalle que eché en falta los cursos siguientes y que con ella no había quien se lo saltase a la torera: el respeto. Ni para hacer un chiste se podía faltar en clase al respeto de nadie, alumno o profesor, estuviera dentro o fuera del aula. No hubo quien quebrantara esa norma, la tuvimos grabada a fuego desde el primer día. Puede que el entender una norma de convivencia como verdad universal fuese lo que me llevó a ir de cabeza el año siguiente.
No quisiera entrar en demasiados detalles para no amargar el ambiente. El caso es que a mí me dolió, muchísimo, todo lo que me dijeron. Intentaba encajar, pero ellos no estaban por la labor. Se ponían alrededor de mí, hablaban de cosas que yo no entendía: del fascismo, la inquisición, el aborto, de corruptos y de ateos. No sólo no las entendía, sino que no sabía qué tenían que ver conmigo. Me insultaban, decían que era un ignorante y que dejase de creer en cuentos de hadas. Creo que no les gustaba que yo tuviese tantos hermanos. Luego me empujaban, y seguían hasta que uno sobrepasaba esa “línea” que tan nítida veía el profesor pero yo no acababa de distinguir. Y así un día detrás de otro. Los profesores, por lo general, ignoraban en todo momento todo lo que me lanzaban. Temo que algunos, hasta que no ven con sus propios ojos un arañazo o un ojo morado no reconocen lo que es el acoso ni cuando lo tienen delante.
Como anécdota, en una clase de educación física nos pusimos a jugar a cementerio, una de mis actividades preferidas. Ya sabéis, ese juego tan parecido a campos medios. Cuando a un jugador lo eliminan pasa a colocarse tras el equipo contrario. A mí se me daba realmente bien, siempre quedaba de los últimos de mi equipo. Aquel día también estaba ganando, eliminé a gran parte del equipo contrario. El último al que gané echó a correr, sólo que en lugar de ir hacia el otro campo vino hacia mí. No sé dónde me golpeó exactamente, el caso es que recobré el conocimiento en los vestuarios. Estuve dos semanas sin pisar por clase después de aquello
Los golpes y las patadas me dolían, la humillación más. Pero si pudiera cambiar un único factor de aquel curso quitaría esa semilla, ese pensamiento que me intentaron implantar de que yo estaba haciendo las cosas mal. Es algo que tardé tiempo en superar, un mal que no deseo a nadie por desgraciado que sea.
Pero como en toda historia, real o ficticia, detrás de cada nube asoma un rayo de sol. Para mí, los problemas que tenía en clase se contrastaban con las visitas a mi primo. Él lo cambiaba todo. Nunca se lo he dicho hasta ahora, pero en aquellos primeros años tan oscuros el descanso no lo encontraba en mi casa, donde cada vez frecuentaba más las discusiones con los demás. Tampoco en el conservatorio, donde las eficientes lecciones de técnica musical se empezaban a transformar en asquerosas rutinas. Quizá el curso de matemáticas, de estos tres sitios, es en el que más a gusto estaba; aunque todavía tardaría un par de años en apreciarlo como merecía. Sin duda, el lugar que ocupaba el centro de mi atención toda la semana era la vieja casa de mi familia, tan reformada desde nuestra marcha, hacía ya doce años. La casa de mi primo.
El anterior curso ya había pasado allí unas cuantas tardes de domingo, cuando mis padres tenían que irse de viaje o mi primo me llamaba para que fuera a jugar con él. Pero no fue hasta después de que murió mi abuela que nos veríamos con más frecuencia que a mis propios profesores, o al menos así lo intentaba.
Nada más llamar al timbre, mi primo corría a abrirnos la puerta. Era un no parar. Jugábamos al ordenador, a la videoconsola o con los juguetes. A veces yo traía de casa algún juego nuevo para enseñarle. Así pasábamos la mañana; comíamos los suculentos banquetes que preparaban sus padres (dejando algún que otro día el plato medio lleno de tanto parlotear y comer patatas fritas), y volvíamos a lo mismo. Mis tíos lo pasaban en grande viéndonos competir y cómo alternábamos las mofas en las partidas que ganábamos con las perretas en las que perdíamos, un juego detrás de otro. El bueno del abuelo un día dejó puesta en la televisión una película de miedo; tontos de nosotros dos, nos quedamos embobados viéndola. Menudos gritos.
Para mí no había nada mejor. Pasaba la semana dándoles la tabarra a mis padres preguntando si el domingo podía pedirle al abuelo que me llevase allí a comer o si había alguna fiesta no-lectiva a la vista para que mi primo viniese a casa. No siempre cuajaba, no me malentendáis. Pero cuando sonaba la flauta… ya nos conocéis.

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